El día que recibí el resultado de la biopsia y el médico habló de quimioterapia sentí que la muerte estaba cerca. Quimioterapia es una palabra demasiado larga, cuando la pronuncias cada letra se te clava en el pecho como una estaca. Se entierra. Te entierra. Me vi desvastada a corto plazo. Pelada. Sin cejas. Ojerosa. Flaquísima. Verdosa. Arrodillada frente a un inodoro. El aura de la enfermedad a lo Phiiladelphia comiéndome la cabeza. Y poco de eso pasó.
Ahora me doy cuenta de cuánto te nubla la vista el susto, porque en verdad yo temblaba ante algo que desconocía, al punto de que varios días después empecé a preguntarme qué carajo me harían en la quimio. Hasta que llegó ese 1° de agosto y todo se redujo a un pasillo en el hospital. Una fila de pacientes oncológicos esperando entrar a la sala. Mujeres, muchas mujeres. Los jueves cada 21 días a las dos de la tarde. Ocho boxs con sillones celestes que bien podrían estar en el living de cualquier casa. Roberto, el enfermero. Una aguja que se hunde en las venas. Sueros con las drogas. La espera. Y lo mejor: los vecinos. Sigue leyendo