Me queman las palabras en la punta de la lengua, debajo de las uñas, en las pestañas, detrás de las orejas. Me queman y no sé cómo apagar el incendio. Me cuesta expulsarlas, soltarlas, dejarlas acá. Vengo de unos días tristes. Vengo de estar en un consultorio y que un médico me diga lo que no quería escuchar. Vengo de llorar como un recién nacido. Ese llanto que te brota de algún lugar profundo, que suena a quejido de un animal herido, que desfigura los ojos más mansos. Aún me cuesta llamar a las cosas por su nombre, decir con todas las letras el diagnóstico que me dieron, el tratamiento que sigue. Pero con los días me pongo fuerte, respiro hondo, afilo las garras. Los días crueles que vendrán serán también la oportunidad para estar bien. Una puerta, como dice mi amiga Griselda. No la puerta que una vez quería para mí, la de Narnia, sino una puerta que me va a traer de regreso. Estoy en su umbral ahora, tratando de hacerme cargo del susto y de tantos pero tantos miedos. Hay un pibito que todas las noches se duerme abrazándome y tirándome las orejas y hay un amor, decenas de amores, empujándome. Sí, me queman las palabras, aunque quizá esté bien. Son un poco el fuego interior que pone en marcha los motores. Porque dios mío, a esta la voy a pelear con cada célula de mi cuerpo, con esa alegría que yo sé que no voy a perder y con la seguridad de que aún me espera todo a la vuelta de la esquina.23