No sé qué se necesita tener para ser buen padre. Mi papá no me cambió ningún pañal, pero nos cuentan que cuando nos llevaban a una cena del club de la ciudad y hacíamos algún berrinche, mi viejo nos cargaba en brazos, caminaba hasta la esquina con nosotras, nos charlaba un rato, y volvíamos fresquitas como una lechuga. De niñas bastaba una mirada de él para saber que estábamos haciendo algo mal. Jamás nos levantó la voz. Nunca un chirlo. Siempre trabajó mucho, hasta los domingos a la mañana y no, no estuvo en todos los actos cuando nos vestíamos de negritas o cuando recitábamos poesías o la vez que protagonicé mi primera obra de teatro. Pero era un tipo presente. Lo es. De los que se bancan las chinches adolescentes. De los que se comen el discursito de los complejos. De los que lloran con una cuando el primer novio que nos dejó nos rompió el corazón. Sobreprotector hasta la desesperación y el encanto. Recuerdo cuando me fui a estudiar a Paraná a los 17, mi mamá me empujaba al cole: respirá hondo y decí yo puedo y papá prometía: si extrañas mucho llamame que te voy a buscar. Las vacaciones en familia eran lo más sagrado para él: el dinero mejor invertido, decía. Ahora que es abuelo, pensé que los amores iban a moverse un poco. Está fascinado con su nieto, sí, pero sigue siendo mi papá, el que me llama casi a diario, el que por la voz puede detectar que algo no anda bien, el que cae en un pocito depresivo cada vez que, luego del reencuentro, llega una despedida. Mi papá, tan alto, tan enorme, que al abrazarlo quedo apretada a su pecho y ay, qué lindo el mundo visto desde ahí.

Entonces sí sé lo que se necesita tener para ser un buen padre. Ayer fuimos a conocer Parque Luro, una reserva natural de la provincia de La Pampa, y nos metimos los tres en el bosque de caldén. El sendero tenía trechos de arena y algúndíamarido empujaba el cochecito. De a ratos la subida era complicada y cargaba al nenito upa y yo hacía malabares con el carro. Por momentos nos encontrábamos ante un terreno empinado y el padre soltaba el coche y corría detrás. Los dos se reían y se miraban y entre tanto paisaje árido ellos era pura vida. Asumo que soy rompepelotas con él, que exijo, que quiero que pase más tiempo con el nene, que jueguen juntos, que se involucre hasta en la ropa que hay que ponerle, que tome decisiones a la par mío, que si no me puede acompañar al pediatra me diga qué dudas tiene él así yo le pregunto a la doctora. Y no está mal y no me voy a mover de ese camino. Pero quizá, en esa búsqueda constante de madre progre, traspasadísima por discursos de igualdad de género, sacudida por necesidades que despertaron con mi ser materno, olvido relajarme y dejar que la vida fluya, que él sea el padre que quiera ser. El padre que lo corre para que no desenchufe la compu y le dice: ay, si no fueras tan lindo, hijo; el que lo defiende de mis garras: dejalo tranquilo a ese chico que es más vivo que vos, no se va a caer; el que busca un sorbete y mientras lo baña hacen burbujas en el agua; el que le da una birome y le enseña a rayar los libros; o lo abraza para dormir y yo escucho que le susurra un te amo; el que lo llama Abelardo como el monstruo genial de Hostal Morrison; el que lo revolea a la cuenta de 1, 2 y 3 para robarle una carcajada; y al que le brillan los ojos ahora que el nenito le dice pá, pá, pá.