Se la pasa parloteando estos días. Anda persiguiendo a la perra para partirle su gusanito de madera en la cabeza al grito de nenenene. Ayer cantó un tucutucutucu infinito. Y si una le sigue el juego se ríe y entona más fuerte. A veces, de la nada, suelta como un monólogo en mandarín con toques de francés. No me resisto a contestarle en su idioma, aunque confieso que me siento la coreana del super chino que teníamos en Almagro. Ñacujacuchipinaco, xenajoca roquinagua, mesié? El otro día pasó una vecina y mi hijo golpeaba la puerta con una cuchara. Cuando se enojó porque se dio cuenta que su técnica no la abría gritó maaaaaaa. Y la piba dijo: mirá que clarito te nombra. ¿PERDÓN? Debo reconocer que si quiere una galletita, o salir al patio o chusmear qué pasa afuera y mirar por la venta suelta un mamama o un papapa. De ahí al mamá y al papá falta un tramo.
No me voy a hacer la guapa. Podría decir que no tengo apuros de que hable, de que respeto sus tiempos y que mientras tanto le leo o le invento cuentos y le canto y en casa siempre llamamos a las cosas por su nombre, pero no. Confieso: yo soy de las que le ruega que escupa una palabrita. Decime qué querés hijo, qué te pasa, porqué llorás. No te gustó la comida? Pero el culo lo tenés limpio y la panza llena, entonces? Estás aburrido? Pará un cacho que no existe el aburrimiento a esta altura. Porqué seguís chinchudo? Tuviste una pesadilla anoche?
Contame. Contame. CONTAME.
Matame ahora de un infarto y decime que te deje de romper las pelotas. O regalame un: “Qué haces vieja, bien? Yo también, gracias”.