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10. Buenos Aires, mil novecietos noventa y tres

Por Selene García.*

A los diecisiete años me enamoré por primera vez. Según lo que había leído hasta entonces, y visto en películas y la televisión, el amor y hacer el amor debían complementarse, debía ser uno consecuencia del otro. El problema era que con mi novio, del cual estaba perdida y locamente enamorada, no me pasaba nada. El sexo con él era un juego en el cual buscaba íntimamente mi placer, un juego que no tenía desenlace, un juego que no sabía jugar. Desde luego él no lo sabía, yo no le decía nada, él nunca preguntaba. En ese entonces, para mí, el sexo era un deber: debía ser algo placentero, debía encantarme y debía fascinarlo; cada relación sexual que tuviéramos debía ser para los dos una experiencia cósmica inenarrable, única y de un valor amoroso incalculable.

Por eso, cuando en un arrebato de pasión faltaron los preservativos, yo, que no sentía absolutamente nada, pensé que quizás dejándome llevar por su deseo, descubriría al fin el famoso secreto del juego amoroso.

Por eso, cuando el Evatest dio positivo, observé que de no entender el juego, había pasado a dejar de verlo como tal en absoluto.

Si había algo que no se me había pasado nunca por la cabeza era la posibilidad de tener un hijo. Recordé a mi prima Vane, tres años menor que yo, cuando no la dejaban salir a jugar porque tenía que cuidar a su hermanito pequeño. Ella era la única mujer de la familia además de su madre, y solo por esa maldición del destino debía ayudarla haciéndose cargo de su hermano.

Recordé mucho eso: no se puede salir a jugar si se tiene un hijo. Nunca iba a descubrir el secreto del juego sexual si me convertía en madre. Chau universidad, adiós a todos los planes que había pensando en mi corta vida. Yo con un crío en brazos era lo mismo que verme en una celda de castigo perpetuo.

Buenos Aires, mil novecientos noventa y tres. Ya tenía un poco más de tres meses de embarazo cuando el ginecólogo intentó convencerme de no abortar haciéndome escuchar los latidos del futuro niño. Luego hubo otro, que me explicó los peligros físicos y legales de abortar algo “tan grande”. Ahí me di cuenta de varias cosas: que mi país era una mierda porque no existía el aborto legal; que no quería convertirme en madre por la sola culpa que me producía la tan mentada idea del asesinato de un bebé en camino, y al fin, que no quería ser madre de ninguna manera. Porque ¿qué significa ser madre? ¿Parir un hijo? Yo sospechaba que la cosa tenía que ser más compleja. No podía dedicar toda mi vida a convencerme de ser madre. No tenía ningún sentimiento de ternura. Me estaba creciendo una panza enorme y para colmo luego tendría que hacerme cargo de lo que saliera de allí. Era una tarea inimaginable, inconmensurable, imposible. Y además, eso de tener un niño no deseado para toda la vida me parecía lo más hipócrita que podía hacer.

Mi novio, por otra parte, tampoco quería ser padre. Eramos demasiado jóvenes y sencillamente nos aterraba la idea. Pensé en las mujeres que querían con tanta devoción algo que yo no. Presté atención a las señoras con sus hijos en la plaza. Me resultó mucho más agradable pensar en eso que en un aborto ilegal. He creado vida, lo siento, no era lo que quería. Las leyes de mi país no me permiten decidir sobre mi cuerpo. Y no quiero poner en riesgo mi vida para que un médico se enriquezca a costa de mi salud. No señores. Encontré natural una decisión respetuosa con mi conciencia y con mi cuerpo.Vamos a dar el niño en adopción.

Saltó todo el mundo. Mi madre a los gritos. Mi abuela a los gritos. Casi todos mis amigos a los gritos. La señora que entró a limpiar en la habitación de la clínica donde parí, también creyó tener el derecho de llorar, arrodillarse y hablar de dios. Defender mi posición fue lo más difícil de todo aquello. Toda la familia cual coro de tragedia griega cómo-no-vas-a-querer-ver-a-tu-hijo mientras yo buscaba y no encontraba, en lo más recóndito de mí, un verdadero deseo de mirar ese recién nacido que estaba en la sala de los bebés. Yo me decía: ¿pero estos se creen que es posible convertirla a una en madre a través de la palabra? ¿Se puede ser madre por convencimiento, bajo presión o por abuso de autoridad?

Yo, desde mis huesos, desde mi alma, supe que no solo no estaba arrepentida sino que la que acababa de nacer era yo, la verdadera, la que se da cuenta de que la mayoría de la gente que la rodea es incapaz de entender a una adolescente que no usó el forro, y que dios, la familia y el instinto materno no tienen nada que ver con eso.

Alcé la sábana sobre mi panza luego de seis horas de parto y lloré. Ya había terminado todo, ya podría volver a casa, ya no estaba embarazada. El niño tenía un padre y una madre adoptivos que llevaban quince años inscriptos en la lista de espera para adoptar. Un padre y una madre adultos, con todo el deseo del mundo de tener un hijo. Con las tetas vendadas, puntos de sutura ahí abajo, y mis diecisiete años a cuestas, ya estaba en paz conmigo misma: ni la señora de la limpieza, ni mi madre, ni mi abuela, ni todas mis amigas (salvo una), tuvieron razón; todas se habían equivocado. No estaba arrepintiéndome, no sentía que cargaba ninguna cruz, no me sentía culpable de nada. Había aprendido la lección en materia de preservativos, eso sí, y también había visto la fuerza que existía en mi interior, una fuerza capaz de dar vida y dejarla vivir sin tirarle encima mis miedos, mis culpas y mis conflictos.

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