Nací en una ciudad del interior. Mamá era docente, papá tenía una carnicería. Al principio vivíamos en la casa-chorizo de los abuelos, pero antes de que cumpliera 5 nos mudamos a la propia. Estaba pegadita al negocio, en una esquina, y una puerta era el pasaporte para estar de un lado o del otro. Al principio con mi hermana nos despertábamos asustadas, hasta que nos dimos cuenta de que ellos estaban ahí, trabajando a unos metros de nuestro cuarto. A la semana nos tenían que zamarrear para levantarnos. Mamá había dejado la escuela para darle una mano a papá y para estar más cerca nuestro. Yo le cuestioné siempre cómo había sido capaz de tomar esa decisión, de resignar la docencia que era el combustible de todos sus motores. Ahora, recién ahora entiendo todo.
Crecimos detrás de mostradores. Volvíamos de la escuela y cuando se amontonaba gente, preguntábamos québuscaseñora, anotábamos las ventas en las libretas. El día que nos dejaron dar el primer vuelto y apretar el botón que abría la caja sentimos que nos graduábamos de almaceneras. A veces pasábamos horas pululando entre las cajas de mercaderías con los guardapolvos puestos. En una mesita, detrás de una vitrina, hacíamos las tareas. Nos separaba de nuestros padres sólo el tiempo que demoraban en atender a un cliente. El “ya va” valía como distancia.
En mi San Justo, Santa Fe, no nos conocemos todos, pero casi. A la siesta los chicos del barrio andábamos en bicicleta, nos íbamos al parque, hacíamos exploraciones en las cunetas donde mi hermana aseguraba que estaba la tumba de Tutankamón. Sólo una vez sentí miedo por el barrio. Eran las cuatro de la tarde, con mi amiga Luci volvíamos de una clase de pintura, tendríamos 8 años. Y vimos en las vías a dos hombres. No sé porqué, habrá sido algo que escuchamos esos días, pero pensamos que nos raptarían para robarnos los órganos. Ah, la imaginación! Giramos sobre la marcha y le pedimos auxilio a una vieja que regaba las plantas en el jardín. Ella nos depositó en el negocio y mi papá me miró con cara de notepuedocreerlaboludez. O sea: la noción de miedo era un invento, como la sombra de la puerta del armario abierta que dibuja un monstruo temible en la pared.
Ahora vivo en la ciudad de Buenos Aires, a 500 km de mi familia. Y tengo un hijo. Jamás podré hacer coincidir mis recuerdos de crianza con los que nosotros le podemos dar al chiquito. Arrancando desde ahí todo pinta griscemento, luce enrejado y tiene el gusto de lo paranoico.
Durante el embarazo pensé que el fin de la licencia por maternidad me encausaría de nuevo con mi vida. Resulta que los tres cortísimos meses son un chiste, que el padre apenas tiene dos días corridos. Dos días en la vida. Y no me dió el corazón para dejarlo tan pequeño en un jardín y tampoco encontré a nadie que me inspirara tantísima confianza para entregarle a mi hijo. Hice lo que juré que jamás haría: renuncié a mi trabajo. Y estos meses estuve con él las 24 horas del día, de lunes a lunes. Al principio, cuando algúndíamarido llegaba a las 19 de la oficina yo lo esperaba para darle al niño como si fuese un paquete que si no cambiaba de brazos se autodestruiría en 5 segundos. Hay semanas que él viaja y con bebé nos quedamos solos por varios días. En estos siete años jamás extrañé tanto a mi mamá, a mi papá, a mi hermana. Alguien incondicional que sepas que no lo vas a molestar si lo llamás, que va a dejar todo para correr a acompañarte, que le podés decír: vení, hacete cargo que por algo sos la abuela o la tía.
El lunes pasado mi niño cumplió 10 meses.
El lunes pasado empezó el jardín maternal. Irá sólo tres horas por la mañana. Será un tiempo para mí, para volver a sentarme frente a la computadora y quitarme la vincha de ojos que me pongo a diario para estar atenta a todos sus movimientos mientras hago el esfuerzo de escribir una nota. Tres brevísimas horas a puro yo.
El lunes pasado supimos lo que pasaba en Tribilín. Esta semana escuché infinidad de cosas. Además de lo que nos duele a todos el nivel de maltrato que vivieron esos niños, a mí me jode la liviandad con que se nos juzga a las madres. Ayer alguien decía: para qué tenés hijos si los metés en una escuelita para que los disfruten otros. Seguro, segurísimo, que los que hablan así no son madres ni padres. No saben que a veces no tenemos opción, que las mujeres debemos volver a trabajar por cuestiones tan básicas como que hay que pagar el alquiler. No saben que hay madres solas que son jefas de hogar. No saben que hay madres que tienen una carrera profesional y no quieren dejarla de lado. No saben que hay otras como yo, que pudo elegir criar a su hijo pero que ahora también necesita poner la cabeza en otra cosa que no sea caca-pañales-papillas. Y de cualquier forma posible, y como sea, dejar a nuestras criaturas en un jardín siempre nos rompe el corazón.
A la culpa materna, a éstas obsesiones, a la facilidad para el llanto en días en que ni duermo, a todo eso que no podemos controlar, a los comentarios nefastos como peroesmuychiquito, ¿sabesquesetevaaenfermar?, yonopodríasermadre, se le suma que cualquier imbécil que te cruzás en la vereda, en twitter o en la panadería se considera con derecho a levantarte el dedito y señalarte. No se metan con nosotras. Que les sobre y les baste lo que cada quién ya se ocupa de juzgar a la propia madre.